lunes, 19 de mayo de 2008

La princesita del Perú

Esta es una historia real…

Primer día del mes de Septiembre de 1997. Eran cerca de las tres de la tarde en la hermosa ciudad de Lima, Perú. Ocho meses y medio habían ya transcurrido desde que Enrique Quispe y su esposa Miranda, habían recibido la terrible noticia sobre la concepción de su primer hijo; y digo terrible porque siendo una pareja que vivía en el barrio de Zepita, detrás del convento de Santa Catalina, no tenían mucho que ofrecer. Los dos eran iletrados y se habían casado por decisión de sus padres a los 16 años de edad, cuando ninguno de ellos olfateaba si quiera la dimensión del compromiso que estaban adquiriendo.

Miranda era una muchacha muy pobre, debilucha y constantemente enfermaba. Nunca aprendió otra cosa que no fuera a hacer las labores del hogar y, como buena ama de casa que era, diariamente cocinaba el tradicional ají de gallina que tanto gustaba a su esposo, a quien, después de algunos meses de casada, aprendió a amar, respetar y honrar hasta el último día de su vida.

Tres de la tarde; la voz alarmada del reportero de de la RPP sonaba en el radio del señor Cusco, quien los hospedaba y alimentaba por ser buen amigo de la familia:
“Esta imagen muestra a la Lady Di volteada y mirando a los paparazzi poco antes de que el vehículo se estrellara contra el pilar de un túnel en París. Según el millonario Mohamed Al Fayed, su hijo y Diana fueron víctimas de un complot de los servicios secretos británicos orquestado por Felipe de Edimburgo, para evitar que Dodi se casara con la joven princesa…”

Mientras la partera entraba y salía del cuarto con paños y paños de tela empapados en sangre, Enrique escuchaba atentamente la terrible noticia tratando de distraer su mente en otras cosas.
El miedo a perder a Miranda y a no saber qué haría después con un hijo suyo, le había traído tantas noches de insomnio, que durante varios días se quedó dormido sin quererlo sobre la podadora de pasto en alguno de los preciosos jardines de la residencia de Don Garcilaso de la Vega, importante funcionario público del Perú.

Por supuesto que Enrique no tenía idea de quién era la Princesa Diana y mucho menos sabía dónde diablos se encontraba ubicado Gales; “¡La calle Ugarte, será! Porque a mí Gales, ni mi suena”, pensaba angustiado y nervioso por no tener noticia alguna de Miranda, “Además, ¿pa´ qué andan armando tanto alboroto por un choque?, ¿pos que no se estrellan carros to´os los días en las calles?”.

De pronto, los gritos y alaridos que provenían del cuarto cesaron por completo y unos segundos después, fueron sustituidos por un llanto bajito y tierno; la partera tardó todavía algunos minutos más en salir y entregó un bulto de sábanas blancas que se movía con timidez e inocencia, a los brazos de Enrique.

Durante los días siguientes, la partera continuó visitando la casa del señor Cusco para revisar a la pequeña y en el marco de la puerta, al momento justo antes de partir, volteaba y hacía la pregunta de la que Enrique tanto huía: “Debes bautizar a la niña, ¿ya tienes el nombre?”.

“Un nombre, ¿qué tan difícil puede ser?”, pensaba silenciosamente por las noches. Debía ser un nombre fuerte, en honor a Miranda, pero que no fuese el suyo propio ya que sería insoportable; tampoco quería ponerle un nombre común o el del patrono del día pues lo único que recordaba del primero de septiembre era la muerte de su esposa y de la princesa esa… “¡¡La princesa!! ¡Eso es! ¡Mi hija será una princesa!”.

Los años transcurrieron mucho más tranquilamente de lo que Enrique pensaba. Su hija le hacía muy buena compañía pues con su humor y sonrisa alegraban los largos días de trabajo en el jardín. Pero llegó el turno de comenzar la escuela, pues él no quería que su hija tuviera el mismo destino que sus padres y, después de mucho discutir con ella la despertó el lunes muy tempranito y la acompañó de la mano hasta la puerta del colegio. Pasaron por el jardín Libertad, la nevería, la tienda de artefactos para el hogar, la cárcel en donde todavía se encontraba encerrado su hermano por robo a mano armada y después de mucho caminar, llegaron.

“Escuela Primaria Libro de Texto Gratuito”, se leía en letras de fierro; entraron temerosos sin saber hacia dónde ir. Unos segundos después se apareció frente ellos la que se presentó como: “Directora Magaña” y, empujando a la niña por la espalda, la condujo a su salón de clases sin despedirse de su padre.

Había llegado tarde, así que cuando el horroroso rechinido de la puerta se oyó, todos sus nuevos compañeros voltearon a verla y el profesor, con el gis todavía en la mano, le ordenó buscar lugar en las filas, no sin antes decir: “¡Preséntate ante la clase niña!”.

Este era el momento y el lugar para que los demás la conocieran, para que pudiera hacer amigos rápidamente y la pesadilla del primer día de clases acabara. Así que tomó aire, sonrió y con una tímida voz contestó: “Soy una princesa de un lugar muy lejano, mi nombre es Leididi”.
Por: Marianne Gómez

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