miércoles, 5 de marzo de 2008

Escribiendo en un café


Por Marianne Gómez M.

Estoy el el café La Selva en el centro de Tlalpan.
Siempre me ha gustado venir aquí porque me parece un lugar muy bohemio y con mucha variedad en cuestión de personalidades que lo visitan.
Ahorita son las 12:35 y por lo mismo, supongo, no hay mucha gente; sin embargo el panorama sigue siendo igualmente rico.
En la terraza que está encima de la banqueta, en la parte exterior del café, está un grupo de 5 señores de edad avanzada que discuten y ríen al mismo tiempo; me podría imaginar perfectamente que son amigos de hace muchos años y que, además, han presenciado la evolución del Centro de Tlalpan acompañándola con numerosas tarde de café o de vino, en sus distintos restaurantes.
Justo detrás de estos señores y ya dentro de La Selva, hay una pareja que parece estar platicando muy agusto. Sin embargo, cuando ella se levantó al baño, él volteó hacia mí y me sonrío moviendo la cabeza; como saludándome.
Junto a ellos está una chava sentada sola que presiento que está haciendo lo mismo que yo: describir el lugar escribiendo. Me pregunto qué dirá acerca de mí.
En la mesa que está a mi izquierda hay otra pareja. Estos tendrán más o menos 40 años, pero me parecen muy tiernos porque él está hablando en un tono más bien de desahogo y ella lo escucha pacientemente acariciándole la pierna y el brazo en señal de apoyo.
Aquí en La Selva los meseros son, en general, bastante agradables; pero hay uno en especial (supongo que es el capitán) que tiene varios aretes en las orejas, bigote, barba y es bastante alto y corpulento. Siempre me ha llamado mucho la atención este sujeto porque me impresiona mucho la manera intimidante con la que te mira.

Una de las razones por las que más disfruto este lugar, es porque aquí he tenido algunas de las conversaciones más importantes de mi vida.
La que más recuerdo, fue una que tuve con Arianna, una de mis mejores amigas de la prepa.
Venimos aquí en el verano de 6º de prepa. Estábamos justo en el momento en que teníamos que decidir lo que queríamos estudiar, pero ninguna de las dos teníamos la más mínima idea. Platicamos de lo mucho que pensábamos acerca de tomar un semestre de descanso para tomar la decisión correcta; pero ni a ella ni a mí nos dejaban hacerlo.
Las dos siempre hemos sido muy artísticas y estábamos seguras de que nuestra carrera debía serlo también; evaluamos durante mucho tiempo la posibilidad de estudiar danza o teatro; pensamos en lo que dirían nuestros papás y nuestros abuelos; tratamos de recordar en qué escuelas lo podríamos encontrar y, finalmente, terminamos diciendo que nos moriríamos de hambre.
Unos meses después yo entré a estudiar Diseño Gráfico y ella Psicología y estábamos relativamente contentas; pero el gusanito de la danza seguía moviéndose en nuestros corazones.
Por cuestiones de la vida me fui a vivir a Colima y no alcancé a inscribirme en ninguna escuela, así que trabajé y bailé como nunca. Definitivamente descubrí que esa era mi pasión y me peleé con mis papás y discutimos y lloré, pero finalmente me apoyaron.
Yo no cabía de la felicidad y hablé con Arianna y la contagié de entusiasmo así que dejó la carrera de Psicología para entrar a estudiar Danza Contemporánea.
A mí todavía me faltaba un semestre para empezar la escuela así que seguí trabajando y seguí bailando y de tanto que bailé, mis piernas empezaron a dar de sí y fui a ver un ortopedista.
Jamás he sentido tanto odio por alguien como por ese señor. Me revisó, me tomó radiografías y me dijo que tenía fisurados los dos huesos de las dos piernas, que debía descansar para que sanaran y, sobre todo, que NO PODÍA BAILAR.
Cuando le dije que eso no podía ser porque iba a ser mi carrera, se rió como si no conociera lo que es una pasión frustrada y me dijo que no iba a durar ni un semestre; que mis rodillas estaban chuecas y que iba a terminar rompiéndome definitivamente las piernas.
Y ahí acabó mi sueño de ser bailarina; además, mis papás me lo prohibieron “por mi salud”.
A veces me pregunto si fui demasiado cobarde como para ni siquiera intentarlo; a veces me da miedo que en treinta años voltee hacia atrás y me dé cuenta de que no luché por lo que soñaba.
Sin embargo, sigo bailando a nivel amateur y estoy en una compañía de teatro musical que me encanta y me hace sentir realizada.
No tengo idea de qué me depara el futuro, pero ya sea en el campo de las comunicaciones o en el campo del teatro, estoy segura de que voy a disfrutarlo.
En una mesa pegada a la pared hay una chava. Yo la calcularía unos veinte años. Tiene un desastre en la mesa pero se ve que está acostumbrada a escribir con mil cosas alrededor. Es delgada y chaparra y tiene cara soñadora y pensativa. No sé cómo puede escribir tanto, pero creo que ya se le agotó la inspiración. Parece que este va a ser el párrafo final.

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